Viaje



Carlos Ángeles.
caedanto




En el sillón, mientras anochece el anciano repasa por enésima vez las fotos en el muro.
El dolor sigue allí, incómodo, sabe que no se va a ir,  finalmente una vida de excesos pasa la factura.

Mira a su esposa dormitando en el sillón y el dolor desaparece por un instante. Sonríe. Mira la foto del centro, ambos sonrientes junto a su hijo, quien abraza a su esposa que sostiene a un pequeño recién nacido. Cierra los ojos y se recarga, se repite de nuevo, como ha venido haciendo los últimos días desde el diagnóstico:
-Ha valido la pena-

Sabe que no le queda mucho de vida, pero se siente feliz.

 Recuerda cuando su esposa le dio la noticia del futuro nieto con su particular sentido del humor que parecía frío pero siempre lleno de amor:
 -Buenos días abuelo-
Su corazón saltó como loco al entender el mensaje, justo como la tarde lluviosa en la que, cansado de trabajar,  llegaba a casa para encontrarse un regalo sobre la mesa. Mira a la distancia de los años a su esposa, cámara en mano, pidiéndole que abriera una pequeña caja sin forro. Dentro había una prueba de embarazo positiva. Fue esa la única vez que lloró de alegría.

Suspira y su viaje al pasado lo pone en la iglesia, nervioso, tímido, mirando de reojo a sus suegros, esos que casi lograron que esa ceremonia no se llevará a cabo. Aún puede verla radiante, con la sonrisa perfecta que siempre lo cautivó; en ese momento sentía que flotaba, incrédulo de estar allí, junto a la mujer de sus sueños.

Siente la punzada de nuevo, maldito hígado.  Sólo un recordatorio de otros tiempos, cuando era joven e irresponsable, cuando se dedicó a vivir la vida loca,  la que dejó atrás al verse sangrando en el suelo con un mensaje muy claro de sus suegros:  -no eres digno de ella-.

¿Cómo chingados no?  Nunca le contó a ella de los matones que lo golpearon escupiéndole un:  -Dejala, no hagas pendejadas.- No se atrevió a lastimarla de esa forma, sabía que su suegro, militar de carrera los había enviado,  pero ella lo idolatraba,  la amaba lo suficiente como para guardar el secreto.

El dolor pasa momentáneamente y se siente en paz, suspira. Eso le regaló ella desde el primer día que la vio sonreír, cuando tropezaron en la tienda de la colonia, cuando se encontraron de nuevo y cuando se atrevió a invitarle un helado, ella siempre le devolvió es sonrisa franca, sin ninguna sombra de prejuicio.

Sonríe ampliamente, revive la emoción que lo inundó tras ese primer beso, cuando ella sonrío amorosa y él encontró la paz que nunca había tenido.

Abre los ojos y la mira nuevamente, ella tranquila, dormitando.  Puede ver las marcas de las arrugas que ama, que cada año ha amado cuando, al mirarlas, sabe qué son las huellas de una sonrisa permanente, de una vida que han compartido llena de alegrías.

Suspira y cierra los ojos, el dolor regresa, no teme, porque sabe que su vida juntos ha valido la pena.

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