La Oficina de Estudios Especiales de la Fundación Rockefeller 1944-1962 (1943-1965)

Desarrollo
Ana María Román Díaz
Biblioteca MV José de la Luz Gómez
Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia
Universidad Nacional Autónoma de México
México, D. F., C. P. 04510
Donald Griffin (profesor estadounidense de zoología en diversas universidades que realizaron la investigación fundamental en el comportamiento animal, la navegación animal, orientación acústica y biofísica sensoriales), reclamaba que Revolución Verde era, ante todo, un “eslogan político”, cuyo objetivo era demostrar que el cambio técnico era capaz de modificar determinada situación social sin necesidad de una reforma institucional y mediante una transición pacífica.John H. Perkins, por su parte, en Geopolitics and the Green Revolution. Wheat, Genes and the Cold War (1997), propuso la relectura geopolítica de la revolución mediante una triangulación de procesos, sintetizada en la denominada Population-National Security Theory (PNST). De acuerdo con Perkins, la PNST permite explicar las vinculaciones existentes entre los intereses estratégicos de los gobiernos estadounidenses en el contexto de la Guerra Fría, la explosión demográfica en los países pobres y el problema del hambre y la investigación en variedades de cultivo de alto rendimiento. Los estudios sobre la época de guerra, y sobre la Revolución Verde, se pueden explicar en función de una hipótesis relacionada con la connotación semántica dual del término Revolución Verde.
Mientras que, por una parte, este término se relaciona, de manera estricta, con la expansión de las semillas genéticamente modificadas de trigo y arroz en el sudeste asiático y en el resto del mundo, su otra acepción utiliza como una etiqueta global que refiere a la extensión del conocimiento y la tecnología agrícola estadounidense a partir de la posguerra. La mencionada connotación «granera» asocia el concepto con una coyuntura específica de la Guerra Fría (la década de 1960), lo que le otorga al proceso un ciclo corto de desarrollo la llegada de los científicos de la Fundación Rockefeller a México, quienes formaban parte de la expansión del modelo agronómico norteamericano desde finales del siglo XIX. El contexto histórico del programa descrito por E. Stackman (fitopatólogo), Mangelsdorf (botánico y genetista especializado en maíz) y Bradfield (edafólogo), giraba en torno a la descripción de la necesidad de «progreso» y «asistencia técnica» que vivía la agricultura mexicana a inicios de la década de 1940, en la cual, en alusión a la Reforma Agraria cardenista, «la distribución de la tierra estaba satisfaciendo el hambre de tierra de quienes no la poseían; pero ¿satisfacía también su hambre de alimentos?».
Un México con un gran crecimiento demográfico pero no productivo, sino más bien de bajos rendimientos, urgido de la ayuda exterior para desarrollar su agricultura; marco de acontecimientos que se enfocaba en resaltar la «voluntad» de la fundación por ayudar a México, así como el papel que había asumido el vicepresidente norteamericano Henry A. Wallace en 1941 como impulsor de las negociaciones entre la fundación y el gobierno mexicano, pero ocultando por completo el momento de la guerra.
El concepto Revolución Verde surgió como parte de un discurso de William S. Gaud, entonces director de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Gaud acudió a la «revolución verde» para ejemplificar la expansión agrícola que se estaba contemplando en el sudeste asiático, a partir de la llegada de las semillas híbridas de trigo producidas en México, en el programa auspiciado por la fundación. Aunque dicha expansión era cuestionable y nada representativa de la realidad de las agriculturas de la región, Gaud la etiquetó de «revolución» para subrayar la supuesta superioridad de las nuevas semillas en incrementar la producción, pero además, la calificó de «verde» para contrastarla, como proceso de cambio social, con los movimientos comunistas entonces vivos en el sudeste de Asia; potenciales «revoluciones rojas». No se trataba de una revolución violenta, sostenía Gaud, sino más bien, un proceso que podía ser tan beneficioso como la misma Revolución Industrial.
La excepción a estas ambigüedades semánticas entre guerra, geopolítica y revolución se encuentra en un libro escrito en 1941, cuando el programa mexicano aún no arrancaba y la guerra mundial estaba en su apogeo: ¿Qué hará Norteamérica?, escrito por Henry A. Wallace, entonces Secretario de Agricultura de los Estados Unidos.
Este texto representa una declaración política sobre la importancia estratégica de la agricultura para los Estados Unidos durante la guerra mundial, articulada a partir del desdoblamiento retórico del valor del suelo como tierra de cultivo y como tierra de ocupación geopolítica. La visión de Wallace sobre el problema agrícola recogía la herencia de la crisis experimentada en los campos estadounidenses en el contexto de los años treinta y el denominado «Dust Bowl»; (Cuenco de Polvo), fue uno de los peores desastres ecológicos del siglo XX; la sequía afectó a las llanuras y praderas que se extienden desde el Golfo de México hasta Canadá. La sequía se prolongó de 1932 hast 1939, y fue precedida por un largo periodo de precipitaciones por encima de la media. El efecto dust bowl fue provocado por condiciones persistentes de sequía, favorecidas por años de prácticas de manejo del suelo que lo dejaron susceptible a la acción de las fuerzas del viento. Para Wallace, la agricultura era un elemento civilizatorio en tanto se convirtiera en el reflejo del adecuado equilibrio entre la población y el uso de los recursos naturales, en particular, del suelo: «La marcha de la civilización…», indicaba, «…ha pasado de largo por muchas regiones donde el equilibrio…es anormal».
Desde su punto de vista, la conservación del «suelo nacional», en la dimensión agroecológica, era tan importante como la defensa estratégica del «suelo internacional», en la dimensión geopolítica, esto es, referida al expansionismo nazi. Se necesitaba defender el suelo de aquellos que «por descuido e ignorancia le hacen daño desde adentro, lo mismo que de aquellos que quieren apoderarse de él desde afuera».
Wallace consideraba que el incremento del intercambio comercial o, más exactamente, el aseguramiento de los mercados de materias primas, era un proceso que se debía acompañar por un mayor acercamiento desde el punto de vista de la ayuda técnica, porque «América Latina necesita la ayuda científica y económica de Norteamérica ». Para ello proponía la creación de un instituto de agricultura tropical que permitiera que la agricultura del subcontinente se desarrollara bajo las técnicas modernas; sería esta idea la base del Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), abierto oficialmente en Costa Rica en 1943.
En su condición mediata, las ideas de Wallace condensan las transformaciones que experimentó la agricultura estadounidense desde finales  del siglo XIX. En su glosario «revolución agrícola» era sinónimo de buenas semillas, fertilizantes y mecanización; tres fundamentos de la expansión agrícola en el medio oeste y el sur de los Estados Unidos. Pero era también un glosario que incluía un particular criterio de sostenibilidad, esto es, la consideración crítica de los excesos de la tecnificación de la primera mitad del siglo XX, cuyos resultados negativos Wallace asociaba con el problema del uso del suelo y de los recursos naturales en general. «Hemos creído, por ejemplo, que el terreno fértil de este país no tenía fin», afirmaba, «ahora sabemos que no es así».
La perspectiva estratégica de Wallace se reflejaría de manera concreta en los casos de México y Costa Rica. La posición fronteriza de México respecto los Estados Unidos y la de Costa Rica respecto al Canal de Panamá determinaron el papel que jugaron ambos países para la potencia norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque a diferentes escalas, estas cercanías fijaron la ruta de los intereses norteamericanos para la formulación de sendos programas agrícolas para el cultivo de productos de guerra y bienes alimenticios. En el caso de México, la entrada de Estados Unidos a la guerra acrecentó el interés norteamericano por mejorar los vínculos diplomáticos, antes afectados por los conflictos en torno al petróleo y la Reforma Agraria. Como lo han señalado Vázquez y Meyer, México tenía una posición geográfica estratégica en la defensa del Pacífico ante un eventual ataque japonés y en su condición de territorio de escala de las fuerzas aéreas que protegían el Canal de Panamá. Además, contaba con recursos minerales y agrícolas necesarios para el suministro de la guerra como petróleo, hule y fibras naturales, entre otros. El ascenso al poder de Manuel Ávila Camacho en 1940 fue determinante a los efectos del acercamiento estadounidense. El gobierno de Ávila Camacho se caracterizó por mantener una posición de «delicado y constante equilibrio» político entre los remanentes del cardenismo y los grupos conservadores, además de evidenciar su identificación con las fuerzas antifascistas. Esta posición mejoró sin duda el clima de las negociaciones sobre el tema petrolero con los Estados Unidos y favoreció la formación en 1942 de la Comisión Mexicano-Norteamericana de Defensa Conjunta. Al lado de estos acuerdos, bajo la presión de la guerra, las relaciones económicas entre ambos países se afianzaron mediante la firma de un tratado comercial en diciembre de 1942. Se incrementaron entonces las exportaciones mexicanas de cobre, plomo, zinc y otros metales, se reabrió la venta de petróleo, se regularizaron los flujos migratorios de mano de obra y se acrecentaron los créditos concedidos por los Estados Unidos con el objetivo de estabilizar la economía mexicana.
El equipo de investigadores norteamericanos tenía claro que su trabajo consistía en exportar el modelo de investigación y extensión agrícola de los Estados Unidos a México, sin tomar en cuenta eventuales problemas de adaptabilidad ecológica o social de la tecnología. Esta visión explica que una de las primeras acciones fuera la creación de la Oficina de Estudios Especiales (OEE), a partir del modelo de las estaciones experimentales estadounidenses.
La revolución verde, basada en agroquímicos, semillas mejoradas, riego y maquinaria, fructificó en altos rendimientos. No obstante, mientras esa tecnología contribuyó a conjurar el hambre en países de África y Asia, no produjo resultados similares en México; los campesinos no pudieron sufragar los costos de los insumos necesarios a las variedades mejoradas.
Modelo Universidad/técnico/productor
La revolución verde obligó al gobierno mexicano a desarrollar orientaciones y políticas explícitas para la modernización agrícola. Con todo, y pese a los esfuerzos de los investigadores y de las instituciones involucradas en ello (la Escuela Nacional de Agricultura y la Secretaría de Agricultura), la vinculación entre las condiciones de investigación científica y tecnológica y los programas y políticas de gobierno que se aplicaron para estimular la producción campesina, mostraron un carácter esencialmente temporal, situación que afectó los términos de eficacia de las propuestas elaboradas por los agrónomos y científicos.
Para la Escuela nacional de Agricultura la revolución verde representó un proceso que transformó su esquema educativo institucional, le permitió desarrollar propuestas técnicas, establecer vínculos con pequeños productores agrícolas. Pese a que su instrumentación destacó múltiples conflictos epistemológicos al interior de su comunidad científica, permitió entrever el potencial formativo que poseía la institución en materia agronómica y científica.
Los aportes científicos y tecnológicos logrados tuvieron un efecto diferenciado. Quienes mejor aprovecharon las propuestas técnicas fueron los grandes agricultores y los empresarios del sector. Con todo, la importancia de la Revolución Verde se expresó al volver a poner en la mesa del debate la orientación que debían tener los conocimientos científicos y tecnológicos aplicados a la agricultura.
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